La naturaleza dual del monarca en el Antiguo Egipto

El modelo de realeza en el antiguo Egipto. Creación de la figura del rey-dios y la necesidad de la existencia de un líder

Según las listas de monarcas elaboradas por los antiguos egipcios, los primeros monarcas de esta civilización fueron dioses. El último de ellos, Horus, tras un reinado de miles de años, cedió el trono al primero de los mortales. De esta manera, el mito justifica la realidad y configura el sistema monárquico que se mantendría en el Antiguo Egipto hasta su desaparición en el año 30 de nuestra era, bajo dominio romano.

La naturaleza divina de los reyes en las monarquías, desde el principio de los tiempos, es un rasgo común. Un individuo destaca de entre la multitud y se eleva como el elegido. Bien sea por conveniencia propia o por aclamación popular, si eres un elegido de los dioses, es difícil que alguien te lleve la contraria. Así se establece la naturaleza divina del monarca que en la tierra de Kemet, además, tiene una serie de peculiaridades. Estas hay que tenerlas en cuenta para comprender la complejidad y las contradicciones que conlleva elevar al estatus de “divino” a un simple mortal.

En las civilizaciones de la antigüedad, en las que la magia, el mito y lo divino formaban parte de lo cotidiano, la naturaleza divina del monarca era fácilmente justificable desde el mito. Para nuestra mirada escéptica y descreída con respecto a los puestos de poder, puede resultar complicado entender como un cuento mitológico puede llegar a ser la base de funcionamiento de un reino como el que llegó a ser Egipto.

Para el pensamiento de los antiguos, sin embargo, no sólo era fácil de entender, sino que incluso creo que era una necesidad. Tener alguien físico, “hecho a su imagen y semejanza”, que mantiene contacto con los dioses, puede ser, en cierta manera, un alivio, un consuelo y, por qué no, una figura en la que confiar para que todo vaya bien y a la que culpar si algo no lo hace. Me hace pensar en una suerte de padre que vela por el bien de sus hijos.
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En el caso del monarca egipcio, esta misión era nada menos que conservar y proteger la Maat. La Maat es un concepto que engloba el orden, la justicia, el bien estar del país… es decir, la utopía con la que todo país puede soñar.  Ha habido autores que han considerado que este modelo del rey-dios pudo mantenerse en Egipto debido a una relativa paz y aislamiento geográfico del resto del mundo. Sin embargo, a mi entender, este es un análisis que no tiene en cuenta el profundo sentimiento religioso y las creencias de pueblo que nace y se desarrolla a la sombra del mito y de la religión. A pesar de todo, los antiguos egipcios sabían diferenciar a la perfección las dos naturalezas de la figura del monarca. Por un lado, la divina, que lo unge con poderes sobrenaturales y lo sitúa en un punto medio entre los mortales y los dioses. Y por otro lado la naturaleza terrenal, política y administrativa de su cargo a la cabeza del país. De esta manera el ser mortal era coronado y con este ritual se le separaba del resto de los habitantes de Egipto, otorgándole los poderes divinos que le ponían a la cabeza del país. Un ente cohesionador e intermediario entre el pueblo y los dioses. El guardián de la Maat.

La naturaleza dual del monarca

La figura del monarca es, por tanto, y en varias vertientes, doble. En cuanto a su propia esencia es un dios, todopoderoso y a la vez un ser mortal, que ha de regenerarse (a través del festival sed) y que, al final de su camino, fallece. Para dar sentido a este hecho, los antiguos egipcios transforman a su faraón en un Osiris, que se unirá al resto de dioses en el más allá, continuando su viaje inmortal. De hecho, el modo en el que se refieren al fallecimiento de un monarca evita siempre mencionar que el rey ha muerto, empleando toda suerte de metáforas en las que el dios ha partido hacia un nuevo lugar. En cuanto a la esfera política y administrativa, ha de conservar la Maat, un concepto abstracto, pero de fácil comprensión, como hemos señalado antes. Esto justifica un poder centralizado en la figura del monarca. Para llevar esta labor a cabo el rey se apoya en mecanismos como el control administrativo, la expansión del territorio que mantiene “fuera” de las fronteras al enemigo, el cobro te tributos “para el dios” … Esta concepción del poder centralizado en una persona elegida por los dioses, se extiende a lo largo de la historia llegando incluso hasta la Edad Media, e incluso me atrevería a decir que hoy en día existe en algunos lugares del planeta. Este planteamiento implica, por tanto, la dependencia del poder regio del poder religioso. No sólo en el caso del Antiguo Egipto, se ha visto como, con el paso del tiempo, las instituciones religiosas van ganado poder en detrimento del poder real, ya que, el poder de los dioses está por encima del “poder terrenal” del rey. De nuevo esa dualidad, que en este caso, produce una lucha de poderes, “divinos” (dios lo quiere) en mano de los centros religiosos, y el poder del “dios-hombre” a la cabeza del estado.

Los centros de poder del rey: la religión y el estado

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Desde las primeras dinastías, el poder centralizado del rey desarrolla una serie de mecanismos de diversa índole que aseguren mantener bajo control a los diferentes gobernadores locales y asegurar el sometimiento a la voluntad e ideología del monarca divino. Ya en la Primera Dinastía, el monarca que sube al poder lleva a cabo una serie de viajes a lo largo del país, a modo de “tours”, en los que, además de recaudar impuestos se presentaba al monarca como un ser divino al que adorar. No puedo evitar imaginar estos viajes como si fueran giras de conciertos de los actuales grupos musicales. Toda una parafernalia simbólica y religiosa acompañaba a estas “romerías reales”, con el objeto de deslumbrar a los súbditos y justificar la naturaleza divina del rey. Además de estos actos de exhibición de poder, que sin duda provocaba admiración y un efecto “fan”, la monarquía cuenta con centros fijos en cada provincia, en los que se gestionan los asuntos administrativos y se promueve el culto al faraón: los templos. Estos centros, en los que lo político y religioso están estrechamente vinculados, se refuerza y promueve la imagen de la monarquía como institución. Los templos diseminados a lo largo y ancho del reino conforman la red en la que el reino se apoya. Embed from Getty Images


Desde las primeras dinastías, el monarca tiene el “nombre de Horus” que se representaba dentro del signo serkh, símbolo empleado para representar la palabra palacio. Esto le ponía en relación directa con Horus, del que era hijo y reencarnación a la vez. Junto a este nombre aparecen los nombres nsw-bity y el de “las dos señoras”, ambos referencia directa al Alto y Bajo Egipto. Estos dos nombres ponen de manifiesto el poder del rey sobre todo el territorio egipcio y refuerzan la idea de unidad bajo su mando. Existe un cuarto nombre que se sumará a la titulatura. Será el de Horus de Oro, un concepto abierto a debate, y que puede guardar relación con varios conceptos aún por definir. Puede que sea una referencia a la naturaleza aurea del rey o quizá una forma de unión con el dios Re, vinculando la monarquía con el movimiento religioso de culto solar de Heliópolis. En cualquier caso, este nombre acerca una vez más al monarca a su naturaleza divina. A lo largo de la historia del Antiguo Egipto, las tendencias religiosas fueron variando en función del poder de unos u otros centros religiosos. Así los epítetos que se unían a los nombres reales iban variando, siempre poniendo énfasis en su poder unificador y en su naturaleza divina, como elegido de los dioses. Todo esto es parte de una maquinaria de marketing regio, en el que se reafirma el poder del monarca, indiscutible e infalible, ya que viene de la conexión directa con los dioses. Es más, algunos monarcas, tales como Ramsés II, fueron deificados en vida y venerados como dioses, ya no sólo como representantes de estos en la tierra. A pesar de ese poder excepcional de los reyes-dioses, muchos de ellos manifestaron en diversas ocasiones haber perdido conexión con lo divino o no ser capaces de entender lo que los dioses originales querían de ellos. En cierto modo, el propio monarca pone en evidencia su carácter mortal con estas muestras de “debilidad” Estas manifestaciones de humanidad del dios no hacían dudar a nadie de su legitimidad como cabeza del estado, ya que en esa misma concepción dual de la figura del monarca, el egipcio sabia diferenciar al hombre del monarca y la institución que encarnaba.

Fuera del dogma. Ejemplos excepcionales

Dentro del esquema que hemos venido dibujando, es indiscutible que el poder de los centros religiosos era extraordinario. Este además fue creciendo a lo largo del tiempo. Los templos eran además del lugar dedicado a la adoración de los dioses y la difusión de la imagen divina del monarca, centros administrativos y políticos de gran importancia en la dirección y control del país. Esto provocaría que algunos monarcas intentasen hacer cambios en el esquema establecido para restar poder a esos centros religiosos que, en muchos casos, llegaban a ser más poderosos que el propio monarca. El caso más significativo y que dejó la huella más profunda en la historia de Egipto fue el caso de Amenhotep IV. El poder de los sacerdotes de Amón en Tebas era muy grande. Los intentos de restarles poder comenzaron tímidamente antes de la llegada al trono de Amenhotep IV con su predecesor. Embed from Getty Images

La ruptura total tuvo lugar con los cambios religiosos que impuso este monarca. Prohibió el culto a Amón, cerró sus templos y trasladó la capital del reino a la actual Tel- El Amarna. Allí instauró la nueva capital, Akhetaton, y comenzó su revolución cultural y religiosa imponiendo el culto al disco solar Atón.
Viendo en perspectiva los cambios que el rey llevó a cabo, parecen la única forma posible de restar poder a los sacerdotes de Tebas. La propia estructura religioso-política de la institución real lo hacía necesario. Así Amenhotep IV pasó a llamarse Akhenaton, como parte de esa reforma. Una declaración de principios, de sus intenciones de reinado y parte del márquetin regio previamente mencionado.

Esta ruptura con la “iglesia” del estado, colocándose él como cabeza de esa nueva religión e incorporando al Atón como miembro de la propia familia real es, sin duda, un intento de recuperar el poder, no sólo el político sino el religioso. Un poder que el monarca, a lo largo de los siglos fue perdiendo en favor de los centros de culto y administración que eran los templos. En el caso de Akhenaton, en favor de la élite de sacerdotes de Amón.

La ruptura de Amarna supuso un profundo cambio no sólo a nivel religioso, sino también cultural para la historia de Egipto.
Pero esta revolución estaba avocada a fracasar desde el momento en que la sucesión del monarca no estaba asegurada. La sucesión de Akhnenaton en el trono es un periodo oscuro para nosotros. La damnatio memoriae que sufrió su nombre y los datos confusos con que contamos con respecto a los monarcas que le sucedieron, hacen difícil saber exactamente qué sucedió. Lo que sí sabemos es que su descendiente y seguramente hijo, el famoso Tutankhamon, empezó su reinado bajo las directrices de Amarna como Tutankhaton, pero posiblemente por su corta edad y la necesidad de asegurarse apoyos por parte de los poderosos sacerdotes tebanos, hicieron que todo volviese al dogma anterior. Sin duda, la lucha por el poder de los sacerdotes en Tebas no cesó nunca, y con la muerte de Akhnenaton no dejaron pasar la oportunidad de recuperar el control.

El periodo de Amarna pone de manifiesto las los problemas y los beneficios de la naturaleza divina del monarca. Si bien su propia naturaleza divina le hace todopoderoso, como elegido de los dioses, también le hace dependiente de unos mecanismos externos que afiancen ese poder. Los templos, si bien velan por el monarca-dios con el culto a su figura, también pueden sobrepasarle en poder.

Otro caso destacable es el de Hatshepsut, que para legitimarse como digna regente, se proclamó hija directa de Amón. De este modo se aseguraba el apoyo de los sacerdotes a la vez que justificaba su regencia. Lo que comenzó como una corregencia hasta que Thutmosis III, el legítimo heredero, alcanzase una edad adulta, el reinado y la ostentación de poder de Hatshetsup fue total. Se hizo representar como faraón, con los atributos masculinos que el dogma y la tradición marcaban.

La mortalidad del rey: Los ciclos del tiempo egipcio

A pesar de toda la maquinaria religiosa, publicitaria y mitológica que rodeaba a la figura del monarca, estos no estaban libres de la mortalidad, que los igualaba con el resto.
En este sentido, y a pesar de la veneración del pueblo del rey-dios como figura cohesionadora del país y guardián de la Maat, los monarcas no se libraban de la crítica y de la visión terrenal del pueblo. Es decir, que los egipcios sabían diferenciar perfectamente lo que era la monarquía como institución del hombre que ostentaba el cargo regio, que podía tener errores y tropiezos. Estos no invalidaban sus capacidades como interlocutor con los dioses.
Aquí podemos hablar entonces del concepto de los egipcios del tiempo, que también, como todo en la tierra de Kemet era dual, y que nos ayuda a comprender cómo los egipcios entendían la mortalidad del faraón y su doble naturaleza.

Para los egipcios existía un tiempo lineal e infinito. Un tiempo eterno que corría sin interrupción. Y existía un tiempo cíclico, con un principio y un final que se renovaba constantemente. Es el concepto del uróboros, la serpiente que se muerde la cola en un ciclo infinito.

Esta concepción del tiempo la podemos ver en la representación de los dos leones que, mirando hacia izquierda y derecha, simbolizan el pasado y el futuro. Sobre ellos la serpiente que se muerde la cola es el tiempo circular, el de los ciclos que conforman el presente, lo inmediato, el día y la noche, un monarca y otro que lo reemplaza, la barca solar que se oculta por la noche para vencer a Apofis y renacer en el amanecer siguiente.

En este sentido se ha de entender la sucesión monárquica, en la que el rey mortal, pasa a formar parte del universo de los dioses, y en el ciclo lógico de la vida, es sustituido por un nuevo dios, fuerte y renovado. Un nuevo ciclo empieza. De hecho, la coronación del nuevo faraón llegaba con el primer amanecer después del fallecimiento del monarca anterior.

De esta manera el sistema seguía funcionando y se aseguraba la continuidad de la “estirpe divina” que vela por el país, por el orden y la cohesión del reino.

Con el nuevo monarca empieza un nuevo ciclo en el que él es el nuevo responsable de llevar a cabo el enterramiento del monarca fallecido y presentarse ante los gobernadores de las diferentes provincias como el nuevo Horus.
La ceremonia de coronación constaba de toda una serie de rituales en los que el rey era imbuido de todo el poder divino que le permitiría llevar a cabo su labor, a saber: cuidar de su pueblo, satisfacer a los dioses manteniendo la Maat y expandir sus territorios para derrotar al caos y extender el orden y la justicia de Egipto.

La necesidad de la figura del monarca: La protección de Maat y la derrota de Isfet.

Llegados a este punto, retomamos la idea inicial de la necesidad del pueblo de contar con un líder. Un referente al que mirar y recurrir.

El rey, como fuerza cósmica que mantiene la Maat y derrota al caos, Isfet, se convierte en una pieza clave para la supervivencia y existencia de una civilización como la egipcia, que fue capaz de sobrevivir a lo largo de casi tres siglos, con prácticamente la misma estructura política.

El faraón es la fuerza aglutinadora que mantiene la paz y la estabilidad. Expandiendo las fronteras asegura que el caos quede fuera del cosmos que es la tierra de Egipto.

Con la construcción de templos y las ofrendas a los dioses asegura su favor y el bien estar de su pueblo. Así se deja ver en sus muros. El rey atacando al enemigo es más que una representación gráfica. Es la representación mágica de todos los conceptos mencionados anteriormente y que se mantiene hasta la desaparición de la civilización egipcia.

La magia y el mito conviven en la figura del monarca, un ser mortal elegido por los dioses para represéntalos en la tierra. Una figura que no es dios ni mortal. Un ser extraño que se mueve entre dos mundos como el dios del microcosmos que era Egipto, reflejo del cosmos universal en el pensamiento de los antiguos egipcios. Para ellos, todo lo que se encontraba fuera de su mundo era el caos.